jueves, 30 de agosto de 2012

Pareces flor

                                   «Rosa blanca», óleo de Omar Ortiz

Pareces flor…
Pero no de esas que están llenas de colores y aromas, 
y que perturban las fosas nasales del alma.

Más bien, eres una de esas que destroza
las lejanías de mares desiertos, selvas,  tierras, dunas árticas...
que son aire, viento...
y que germinan dentro,
en ti.

Quiero que seas mi flor siempre,
y que existas sobre mi tumba
cuando tus pétalos marchitos sean del sol y la luna.
Que renazcas como una flor fénix,
con tu aroma a cadáver.

Mi cadáver y tu aliento...
soponcio de flor vestida de mantos negros
rasgando mi lápida con tus frágiles hojas en desgracia.

Sí, eres como una flor...
pero no de las que brillan con su ausencia,
ni de las que arrullan cuando todo está en noctámbulo,
en hiperbóreo amanecer galáctico.

Más bien,  eres de esas flores
que parecen ovulación nebular de galaxias,
a punto de fecundar poemas de amor y letras malditas.

Una flor que danza cortándose las venas
regando con su verde veneno de vida,  mundos.

Sintiempo



El Poema de amor que nunca escribirás

          «Mar y amor», óleo de Jesús B. Galicia  

Debería nombrar (debería intentarlo)
el afán hasta hoy por ti dilapidado
en perseguir amor, que quizá fuera tanto
como el afán de huir, fatigado hasta el asco,
de todas las trastiendas, repletas de fracasos,
que los cuerpos arrastran, y en que nos arrastramos.

Debería acoger, dar lugar a unos labios
que nombraran sin fe, sólo de cuándo en cuándo
-por momentos, sinceros; por momentos, falsarios-
diálogos de alcoba que pareciesen tangos
(eso acaban por ser, o algo más triste acaso,
siempre que en la distancia solemos evocarlos):

De esta vida tan sucia, de sus trabajos vanos,
me consuela, mi amor, el fingir, fabulando,
otra eterna contigo, cogidos de la mano.
Y habría de alojar dictámenes sagrados,
con los que, ya bebidos, tanto nos excitamos:
De entre todas las perras que en la noche he tratado,

la más perra eres tú. Debería, malsano,
contener esas citas de los domingos vastos,
insulsas y festivas, amasadas de hartazgo,
en que la vida toda se obstina en maltratarnos,
con su aire de ramera experta en el contagio
del odio hacia la vida, del tedio y del cansancio.

No podrían faltar los cuerpos del verano,
cuando la adolescencia ardía por el tacto,
en especial aquél de todo lo vedado.
Ni habría de omitir el vicio solitario,
por el amor perdido en inventar los rasgos
del amor, que, entretanto, no dormía a tu lado.

Y en él habitarían con todo su sarcasmo
-al fin y al cabo son tristes muertos de antaño,
fragmentos de tu vida que salvas del naufragio-
las cartas sin respuesta; yesos aniversarios,
tiernamente ridículos después de celebrados,
que dejan en el alma aroma a mal teatro.

Y los reproches mutuos, merecidos y agrios,
dirigidos al centro del dolor, como un dardo
con toda la miseria que acarrean los años.
El placer del acoso, cuando el amor intacto,
y cuando la ignorancia, ese bálsamo arcano,
no señalaba límites al indudable ocaso.
El maldito poema tanto tiempo aplazado,
y que no escribirás, porque el tema es ingrato,
querría redimirte de todos tus letargos.
Una voz que te daña diría murmurando:
Del amor, amor mío, te quiero siempre esclavo,
para que tus palabras no tengan que inventarlo.

Quien a ese poema de amor dilapidado
incauto se atreviera, sin calcular el daño,
amaría el amor, probablemente tanto
como el afán de huir, fatigado hasta el asco,
de todas las trastiendas, repletas de fracasos,
que los cuerpos arrastran, y en que nos arrastramos.


De «El último de la fiesta», Carlos Marzal

 

Abuelo

      «Las manos de mi abuelo», óleo de Ignacio Martínez Vergara

 -Vamos remolona, a levantarse.
Esas eran las primeras palabras que escuchaba en la mañana, abría mis ojos y estaba allí, una sonrisa, sus iluminados y pícaros ojos celestes y una gran bandeja con mi desayuno.
-Vamos, vamos. Tomá todo el desayuno, vestite y vení que te espero.
Recuerdo esa enorme taza blanca con una guarda, llena del más rico mate cocido, mis bizcochos con queso y dulce de batata y en un rincón algo, un pequeño regalo, lápices de colores, paquetes de figuritas, un juguete.
Terminaba mi desayuno, me vestía y salía a su encuentro.
Allí estaba, junto al mostrador
-¿Qué haces abuelo?
-Acomodo las monedas – me decía
-¿Te puedo ayudar?
Primero era un no, luego giraba la cabeza y al ver mi cara de desilusión me acercaba un puñado de monedas
-Bueno, buscá las que son iguales y armá pilitas altas como estas.
Yo feliz cumplía la tarea, ahí a su lado, sintiendo el olorcito dulce de su cigarro, ese que prendía y siempre descansaba en el cenicero.
-No hay más abuelo.
-No, ya las acomodamos a todas -me respondía.
-Abuelo, ¿hoy viene el señor de las figuritas?
-Sí.
-¿Me puedo fijar si hay un vale con premio?
-Bueno.
Y allá partía, sacaba la caja del mostrador, y él sabía lo que yo pensaba hacer, me sentaba en el piso y allí abría uno a uno los paquetes, las figuritas se iban amontonando y la caja ya estaba casi vacía.
-¿Y? -me preguntaba
-No está abuelo -contestaba mientras seguía con mi tarea
-¡La encontré abuelo, la encontré! -Y corría a mostrarle el tesoro con una gran sonrisa -¿Se la vas a dar al señor cuando venga así me trae mi premio?
-Sí, claro, la dejamos acá para dársela cuando venga.
Y así transcurrían mis días. Aun hoy recuerdo el olorcito de su cigarro, el sabor del mate cocido con bizcochos con queso y dulce de batata. Y aun hoy recuerdo sus ojos celestes, casi transparentes, con su mirada tierna y cómplice avalando mis travesuras por ahí.
Te fuiste pronto abuelo, pero me dejaste tanta ternura y tan hermosos recuerdos, que aún hoy te sigo extrañando.


De Buena Fibra

 
 

viernes, 24 de agosto de 2012

Sueños

    «Amor imposible», óleo de Verdessi

Hola, y todas las mañanas te hago el amor,
pero no estás y tu piel es recorrida por mis deseos,
Es una partícula de eso algo que late dentro
y transita dimensiones que tele transportan alientos...
Sudor orgásmico de almas,
que no necesitan cuerpos para tener sexo.

Y te encuentro en silencio...

Semidesnuda me tocas y gimo de placer.

Eras una noche...
Y todas las cosas colgadas de tu luz oscura...

Marchitas lágrimas demacraban
la tenue forma de tus ojos y boca.

Pero siempre te busco,
donde encierras la soledad.

A veces soplo la decadencia de tu fe,
y me miras con ese odio de amor,
Entras sumisa por mi debilidad,
taladras mi corazón y después lo rocías
con el ácido de tus tantos fluidos.

Morir de tu maldición, es mi bendición…
y resucito para morir siempre de ti.


Dalí

 

domingo, 19 de agosto de 2012

Soy víctima de la luz

       «Invitación al cielo»

Soy víctima de la luz que alumbra mi corazón.
Esa luz brillante que ilumina mi alma con paz.
Prefiero ser víctima de la luz de las esperanzas,
porque así me aferro a la vida misma.

Es una luz que viene directa de Dios para ayudarnos,
para que no vivamos en la oscuridad de las tristezas.
Prefiero ser víctima de la luz de las esperanzas,
como de la fe que tengo para vivir.

Seamos creadores de nuestro caminar en el destino,
llevando esa luz que nos ilumina el corazón.
Compartamos con el prójimo
la alegría de haber aprendido a sonreír
y no a vivir en oscuridad.

Seamos víctimas de la luz para iluminar siempre.
Veamos lo bello de las personas por dentro,
porque en sus corazones y almas
se encuentra la verdadera belleza del prójimo.

Miguel .Jesús (Un ángel entre mis sombras)



 

domingo, 12 de agosto de 2012

M.M.C.


                        «El amor» , óleo de Gabriela Bernales

Miro tu rostro
Imagino que habríamos sido felices
si fuera joven
como tú,
sin un pasado,
sin las convicciones que compramos al tiempo.

Miro tu rostro
y confirmo
que nada tiene ya sentido:
tu hermosura debería ser mi sal de cada día
tu juventud me haría vivir otros veinte años.

Miro tu rostro
y me pregunto:

¿Quién estableció esta rutinaria separación de edades?

¿Quién la fidelidad como hierro inamovible?

¿Quién nos quitó la realidad
y sólo nos dejó el deseo?

Harold Alvarado 

Don de la ingenuidad


                      «El regreso», óleo de José Luis Prieto

Cuando regreses
a la ciudad verás las ilusiones
que madrugan con sus acentos
incapaces de desprenderse
del pasado, que ignoran
lo mismo que nosotros.

Tú ni siquiera sabes por qué vives,
cómo es posible limitar
la realidad de varias formas,
si es tuyo este deseo
en la utopía de los débiles,
rebeldes, nunca hermosos.

No dormirán las culpas hasta tarde
y en su espiral el ruido
con su dragón ajuglarado
bisbiseará un nuevo día:
Horarios imposibles,
beata actividad.

Contra ti mismo cuántas veces;
cuántos modos conoces
de hacerte daño.
Ya no quedan violines
y la melancolía de las fuentes
posee menos memoria
que sentido común.

He de explicarlo casi todo.
El tiempo, como un herpes, su sintaxis
sin posibilidad. Irás
pero no volverás.
Este país tiene la pata herida.

Yo quise destruirme
fregando platos,
dije lo que me apetecía.

En los desfiladeros
de mis eses,
con el afán
de principios de curso
superé mi propia rutina
y eliminé
lo que no soportaban.
Unos dicen que ha muerto,
otros que nunca morirá.

Aún así
te convences con poco.

Colono de una lengua
que hoy sigues recordando,
quiero reírme
de esas largas genealogías
mientras diseño aquí mi casa:
encinas y palmeras,
tamarindos,
palabras con descuento
e insistencia:
es tu virtud.

Y otro episodio
dentro de ese vacío
infantiloide
que debes aceptar
intermitente,
la descripción de un personaje
con flexibilidad: ser puente o río.

Juan Carlos Abril