Galopa un rumor en el pueblo
Anuncia un mesías al país
Y un presagio de miedo en el viento
Electriza el solar guaraní.
El pueblo despierta en la memoria
Su lucha por la libertad
Durante la pasada historia
Y grita: Dictadura nunca más.
La juventud marchó a la plaza
Con la patria querida en su voz
Y los esbirros del mesías
Con balas, su sangre derramó.
La juventud creció en coraje
Como los niños de Acosta Ñu
Y estremeció con su mensaje:
"El sol de mayo renace en marzo
El orgullo de ser paraguayo
Será eterno como la luz".
Cuando una guarania me entrega su arrullo.
Siempre te recuerdo, dulce madre mía.
Su doliente acento me evoca en susurro
tu suave sonrisa, tu melancolía.
No sé qué nostalgia de dicha te aflige.
No sé qué esperanza en tu alma palpita.
Sólo madre mía sé que eres tan triste,
como si ser triste fuera tu alegría.
Desde algún remoto callejón del tiempo
vienes a mi encuentro madre-tierra mía.
Te hiciste guarania-himno de mi tierra.
Para visitarme en esta lejanía.
Cuando una guarania me entrega su arrullo.
Siempre te recuerdo, dulce madre mía.
Yo cuando siempre y por entonces mudo,
abierto hasta el dolor, sin presentirlo,
sol de mi sombra y amparado escudo,
aullantes de nostalgias mis sentidos,
yo sin saber, y oscuro retenido,
agitando rincones agoreros,
buscando entre las risas otros labios
de azucenas lloradas de aguaceros.
Yo siempre así, sin fuerza para el río,
para nadar lo gris de la corriente,
hecho de asa inerte y sollozada
en la inquietud de ser adolescente.
Yo sin virtud, que por matar la mía
abandoné el silencio y la espectancia
y oscureciendo el tono de mis ojos
dejé morir sin rosas una infancia.
Sí, siempre yo y ya nunca consentido
de un huérfano dolor y canto mío,
igual a todos y aterido y triste,
yo frente a mí y ya nunca niño mío.
José Luis Appleyard
«Recuerdos de la infancia», óleo de Aldo Rodriguez
Hay un sitio en el mundo donde vivo
pequeño y singular,
un sitio mío,
un pedazo de tierra con olor a madera,
con gentes como yo,
de diminuto, sangrante y triste
corazón cautivo.
Un pedazo de tierra, pocos hombres,
y un alfanje de acero como río.
yo estoy en él, soy parte de esa parte
minúscula del mundo. tengo amigos
que comparten el tiempo y lo desangran
con lentitud, sin prisa, desde antiguo.
La vida es muy sencilla,
sólo basta
ser fiel al cumplimiento de los ritos:
matar a la verdad cada mañana
y dejarla morir cada domingo.
Quien conoce la clave, dulcemente
puede vivir tranquilo en este sitio.
Las palabras mantienen la tersura
de su forma redonda y sin resquicios,
Pero aquello que encierran por ser verbo
en cada labio da un sabor distinto.
La gramática es tensa, diferente
de toda similar. Sólo el sonido
de sus vocablos tiene semejanza
con un idioma al que llamara mío.
Hay sinónimos claros, transparentes:
ser libre es vegetar sin albedrío,
robar es trabajar, amor es odio,
y vivir es morir desguarnecido.
La soledad se llama compañía
y el traicionar, ser fiel a los amigos.
La novedad, vejez. Todo lo nuevo
tiene una oscura pátina de antiguo.
Hay un sitio en el mundo donde vivo
pequeño y singular.
un sitio mío,
un pedazo de tierra que se pudre,
con gente como yo,
de diminuto, sangrante y triste
corazón cautivo.
Está la lluvia por caer y el viento agita las violetas y los lirios. El mundo mira por el ojo oscuro del nubarrón y cae hasta la boca del viejo aljibe que las risas guarda. Y qué alegría contemplar el vuelo de aquellas golondrinas que parecen que vienen a buscarme. Si me llevan sobre las hierbas frescas y aromadas o sombras de abedules que me dejen. Las pertenencias de la lluvia son innumerables y no sé decirlas. No es solamente el agua. Algún jilguero buscando estoy para besar su boca. Ya son las cinco de la tarde. ¿Escuchas el retumbar ardiente de los truenos?
Delfina Acosta
Óleo sobre tabla «Golondrinas» Rocío Galindo Pinto