miércoles, 15 de febrero de 2012

Solterona

           Óleo «Mujer en el balcón» de Pedro Lira

Esta chica de quien hablamos
en un paseo de abril ceremonioso
con su último pretendiente
súbitamente se asombró muchísimo
del charlar de los pájaros
y las hojas caídas.

Así, afligida, ella
vio que los ademanes de su amante
agitaban el aire y se irritó
entre el caos de flores y de helechos
acres. Juzgó los pétalos
confusos, la estación ajada.

¡Cómo deseó el invierno!
Austeramente, en orden minucioso
de blanco y negro
de hielo y roca, todo deslindado,
de corazón a fría disciplina
sometió, exacto cual copo de nieve.

Pero he aquí: un capullo
de sus cinco sentidos de gran dama
una grosera confusión deduce:
traición intolerable. Que el idiota

se rinda al caos de la primavera:
prefirió retirarse.

Y rodeó su casa
de alambradas y muros impasables
contra el tiempo rebelde
tanto que nadie lo rompiera
con maldiciones, puños, amenazas,
ni con amor tampoco.

Sylvia Plath 
 

Aparición

La sonrisa de las neveras me aniquila.
¡Qué corrientes por las venas de mi amada!
Oigo ronronear su gran corazón.

Conjunciones y signos de porcentaje
exhalan sus labios, como besos.
En su mente hoy es lunes: la moral

se lava y se presenta ante mis ojos.
¿Cómo interpretar tales contradicciones?
Llevo puños blancos, me inclino.

O sea: ¿es amor esta roja tela
que fluye de la acerina aguja y vuela tan cegadoramente?
Con ella haré vestiditos y abrigos,

y vestiré a una dinastía entera.
Cómo se abre y ciérrase su cuerpo:
¡un reloj suizo, y con rubíes en los goznes!

¡Ay, corazón, qué desbarajuste!
Las estrellas pasan centelleantes como agoreros números.
ABC, dicen sus párpados.

Sylvia Plath  

      Óleo «El final del túnel» de Rosemary Osnato

Canción putesca

La blanca helada se acabó,
los sueños verdes nada valen,
tras un mal día de trabajo
llega el momento de la sucia puta:
su simple fama llena nuestra calle.
Todos los hombres:
blancos, rubicundos, negros
derivan hacia su forma desmañanada.

Fijaos, os pido, en esa boca
hecha para bofetadas
en ese rostro costuroso
sesgado a fuerza de pintarrajos, hondones, marcas,
violado por cada hosco año.
Ningún hombre se le acerca
que sea capaz de concentrar aliento
con que corcusir fuego de amor en tan fétida mueca
como apuntan
mis castísimos ojos
saliendo de charco, zanja, trago.

         Óleo «Puta flor» Alejandro Escobar

Espejo

Soy de plata y exacto. Sin prejuicios.
Y cuanto veo trago sin tardanza
tal y como es, intacto de amor u odio.
No soy cruel, solamente veraz:
ojo cuadrangular de un diosecillo.
En la pared opuesta paso el tiempo
meditando: rosa, moteada. Tanto ha que la miro
que es parte de mi corazón. Pero se mueve.
Rostros y oscuridad nos separan

sin cesar. Ahora soy un lago. Ciérnese
sobre mí una mujer, busca mi alcance.
Vuélvese a esos falaces, las luciérnagas
de la luna. Su espalda veo, fielmente
la reflejo. Ella me paga con lágrimas
y ademanes. Le importa. Ella va y viene.
Su rostro con la noche sustituye
las mañanas. Me ahogó niña y vieja.

Sylvia Plath  

           Óleo, Realismo mágico,  Marco Augusto Quiroa

Otoño de ranas


El verano envejece, madre fría,
y los insectos son raros y escuálidos.
En este hogar palustre solamente
graznamos, nos ajamos.

Las mañanas se van en somnolencia.
El sol tardíamente nos alumbra
entre cañas sin nervio. Moscas fáltanos.
El helecho se muere.

La helada hasta la araña envuelve.
Cierto que el dios de la abundancia
por aquí anda. Nuestra gente
adelgaza, da pena.

             Òleo, María Angélica Martín

Suceso

¡Cómo los elementos se endurecen!
La luz lunar, la peña como tiza,
en cuyo seno blanco ahora yacemos

espalda contra espalda. Oigo un búho
chillar desde su frío añil vocales
que en mi corazón entran insufribles.

El niño, en cuna blanca, se estremece,
suspira, abre la boca, pide algo.
Su rostro está esculpido en rojo y pena.

Y luego las estrellas: duras, arduas
de arrancar. Toco: duéleme y me quema.
No puedo ver tus ojos. Donde enfría

la noche la manzana en flor yo ando,
circular, en mi cauce hondo y amargo
de errores viejos. El amor no puede

venir aquí. Se muestra un negro abismo
en el opuesto labio.
Un alma blanca

y pequeña me llama, un blanco, mínimo
gusano. Abandonáronme mis miembros,
¿quién nos ha desmembrado? Nos tocamos

como tullidos. La oscuridad fúndese.

Sylvia Plath

     Oleo «Chica de lazo rojo»,  Xavier Blanch

Temores


Esta pared blanca sobre la que el cielo hácese a sí mismo:
infinita, verdad, intocablemente intocable.
Los ángeles se bañan en ella, y las estrellas igualmente, en indiferencia también.
Mi medio son.
El sol se disuelve contra esa pared, desangrándose de sus luces.

Gris es la pared ahora, desgarrada y sangrienta.
¿C6mo salir de la mente?
Los pasos a mi zaga concéntranse en un pozo.
Este mundo carece de árboles y de pájaros,
solo hay agrura en él.

La pared roja no hace más que sobresaltarse:
un puño rojo se abre y se cierra,
dos papelosas bolsas grises:
he aquí mi materia, bueno: y terror también
a que llévenme entre cruces y una lluvia de lástimas.

Irreconocibles pájaros en una pared negra:
torciendo el cuello.
¡Esos sí que no hablan de inmortalidad!
Dos frías balas muertas se nos aproximan:
con mucha prisa vienen.

Gala Desnuda De Espaldas. 1960 .Oleo en lienzo, 41x 31.2 cm
Exhibido en Gala-Salvador Dalí, Fundación, Figueras, España

sábado, 11 de febrero de 2012

Madres del pueblo

No cayeron tumbadas por las balas,
se inclinaron tan sólo hasta la tierra.  

Madres adolescentes, centenarias abuelas,
toscas mujeres, madres suaves,
piedra humana doliente,
leve corteza
germinal.

Madres de estibadores,
rugosas campesinas,
chamuscadas obreras,
demacrada legión con el rayo en los hombros
y la noche en las trenzas;
madres de embarcadizos
con ojos desgastados por los puertos
distantes,
chiperas estrujadas como el maíz,
lavanderas como agua de arroyo,
tejedoras que tejen con el hilo nocturno
de su entraña,
burreras matinales,
pastorales mujeres,
esposas, hijas, novias populares,
y también hijas sin padres,
madres sin hijos…

En todas, pero en todas,
la patria amanecía con profundas ojeras.

Su vientre,
pan de tierra, su vientre taladrado
por el dolor y el hambre;
su vientre, abeja valerosa,
hizo el panal, la vida, su miel
amarga y áspera,
a la luz de una vela de sebo,
en pobre catre,
mirando un techo de hojas,
la noche, el cielo triste
del amor y la muerte.

No caísteis tumbadas por las balas,
acercasteis tan sólo hasta la tierra
vuestros ojos intensos
para alumbrar la noche de los mártires,
su corazón dormido vuestros brazos
en su cuna natal.


Augusto Roa Bastos

          Oleo sobre tela,  Beatriz Holden

Los hombres



Tan tierra son los hombres de mi tierra
que ya parece que estuvieran muertos;
por afuera dormidos y despiertos
por dentro con el sueño de la guerra.

Tan tierra son que son ellos la tierra
andando con los huesos de sus muertos,
y no hay semblantes, años ni desiertos
que no muestren el paso de la guerra.

De florecer antiguas cicatrices
tienen la piel arada y su barbecho
alumbran desde el fondo las raíces.

Tan hombres son los hombres de mi tierra
que en el color sangriento de su pecho
la paz florida brota de su Guerra.

Augusto Roa Bastos

La tierra

Sembrada entre sus vientos capitales
y desde el pecho casi sin orilla,
su corazón estalla en la semilla
de corazones rojos e inmortales.

Al Norte, sus cornisas minerales;
la arena, al Oeste, que en los huesos brilla,
y entre el Este y el Sur, la verde quilla
de su barco de tierra .y vegetales.

Hundida hasta la frente con su carga
de escombros y de vivos corazones,
mira pasar el tiempo en una larga

sucesión de esperanzas y muñones,
hasta que rompa su prisión amarga
el puño popular de sus varones.

Augusto Roa Bastos


En la pequeña muerte de mi perro

Toco la puerta, el árbol, tu ladrido,
tu cariñoso salto congelado,
la oscura miel del ojo iluminado,
tu pena alegre, tu inmortal plañido.

Toco el recuerdo, tócome el dolido
madero en que te han crucificado
y te recobro al fin desenclavado
como un lucero negro del olvido.

La casa sola. Tu ladrido dentro
recuerda una canción cristalizada
con mi nombre partido por el centro.

De tu muerte inocente y sosegada
nace ya el ala de la madrugada
en que vendrás saltando hacia mi encuentro.

Augusto Roa Bastos

Camino

Donde acaba la raíz comienza el viento,
comienza el caminante su ostracismo,
rompe el terrón su tenue paroxismo
y se apaga en las manos, ceniciento.

Con labios, no con pies, ando un violento
paisaje como sombra de mí mismo
dejando un silencioso cataclismo
en cada piedra, en cada pensamiento.

Pie de jaguar y corazón de garza,
cielo enterrado a golpes de raíces
en el ala de arena que lo engarza.

Voy caminando y siento en las matrices
del tiempo arder mi ida como zarza,
y hasta en mi aliento encuentro cicatrices.

Augusto Roa Bastos

       «Camino paraguayo», óleo de Gary Milnner